"Yo te aseguro que no te vas a arrepentir, ella es talentosísima." Esa es la frase con la que Anita Tomaselli -jefa de prensa de Cris Morena y de Gustavo Yankelevich, pero amiga íntima de esa familia- intentó convencer a este cronista para que vaya a ver una de las primeras versiones teatrales de Chiquititas . Y cuando hablaba de talento se refería a Romina Yan, a quien conoció de nena y quien, por ese entonces, pujaba por un bajo perfil, a pesar de ser hija de dos pesos pesados.
Cualquier escepticismo se esfumaba al verla sobre el megaescenario del Gran Rex, ocupada en su espectáculo, en su rol, desde lo meramente artístico y sin soberbia, generosa hasta con el último bailarín. La estrella era el show, el título, había que hacer brillar esa marca y allí es donde ella imponía su profesionalismo. Sobre el escenario uno la descubría con gracia natural, pero con un talento logrado a fuerza de preparación. Estaba claro, Romina tenía ganado su lugar. Aunque hubiera contado con la ventaja de que sus padres fueran productores y aunque los libros de Chiquititas pudieran exasperar. Muchas temporadas, giras y un código que había adquirido a través de la gimnasia de las funciones. El de la comedia musical. Pero no lo hacía "de taquito". Romina ponía el foco en la interpretación y en un encanto natural que poseía con los chicos. Era un hada que los envolvía para hacerlos jugar con la fantasía a través del lenguaje musical.
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